München 1952 – Habían pasado ya 7años desde que
terminó la guerra y 9 años desde la última vez que se vieron y se abrazaron.
Felix Kramer ya tenía casi 54 años y Hans estaría a punto de cumplir los 42. El
ex Hauptmann no soportaba verse en el espejo. La guerra, la tristeza, los duros
momentos, habían hecho mella en su cuerpo y en su mente. Su rostro estaba ajado
de profundas arrugas, algunas muy marcadas en las comisuras de los labios. No
recordaba la última vez que había sonreído ni apreciaba nada bonito a su
alrededor. Tan solo mirar la foto de su rubio judío, lo hacía suspirar y
todavía inundaba sus ojos de lágrimas. Se preguntaba qué estaría haciendo Hans
Blumenthal, si seguiría en Suiza, solo o acompañado. Felix trabajaba como
revisor en un tranvía pues su cuerpo adolorido en piernas y espalda, no le
permitían trabajar en un oficio más ajetreado. No había vuelto a tener sexo con
ninguna otra persona, ni hombre ni mujer. Hans fue el último que tocó su cuerpo
y se hizo la promesa que nadie excepto él, podría besarlo o acariciarlo.
Hans Blumenthal había residido varios años cerca de Zürich, en un bucólico lugar rodeado de montañas, vacas y mucha paz. Pero desde que se había casado y había tenido una hija, se trasladó a vivir a Estados Unidos, a una importante ciudad financiera. Lo tenía todo, familia, un hogar lujoso, dinero, un buen trabajo, pero a pesar de todo se sentía vacío. Nada ni nadie había podido llenar su alma con bliss, su cuerpo con deseo y su corazón con amor, como lo había hecho Felix Kraemer. Primero desde Suiza y después desde el extranjero, no había dejado de buscar al amor de su vida, vivo o muerto. Después de la guerra, llegaron muchos refugiados y asilados al país alpino y Hans buscó en registros, organismos oficiales y consultó incluso fallecidos en cementerios, pero no lo encontró. Sin embargo su intuición le decía que volverían a verse algún día.
Suiza 1954 – Después del último mundial celebrado en Europa en 1938, la máxima competición futbolística regresaba al viejo continente. Alemania estaba invitado como uno de los equipos destacados, a pesar que había cierto runrún y rechazo. Felix Kraemer había sido un gran aficionado al balompié pero ahora nada le interesaba. Escuchaba a muchos alemanes en la calle comentar sobre partidos pero él no mostraba mucho énfasis. Era un caluroso 1 de julio cuando llegó a casa un viejo conocido. Era Manfred, el hijo de la cocinera de una casa de un prestigioso nazi. En enero de 1940 Felix estuvo celebrando una comilona con otros oficiales y se indignó al ver cómo se desperdiciaba la comida. Logró que la cocinera le preparara algunas sobras de pollo, patatas y otras delicias y después fue a ver a Hans que estaba escondido y muy hambriento. Ellos dos se amaron con locura y deseo y más tarde Felix supo que el hijo de la cocinera estaba en el frente y cuando fue a Munich para curarse de unas heridas, el Hauptmann con su influencia pudo buscarle un trabajo de telegrafista y pudo evitar que volviera a la carnicería del este. Manfred jamás olvidó ese gesto que le salvó la vida y ahora venía a compensarle el favor después de muchos años. El 4 de julio se celebraba la final del mundial entre Alemania y Hungría y Manfred había conseguido unas entradas para asistir. Felix fue reticente, no le apetecía mucho pero el ex soldado insistió. De pronto se acordó de Hans y suspiró profundamente. ¿Y si volvía a verlo? Se había vuelto escéptico y sin ilusión, pero la palabra esperanza acudió a su mente.
Felix Kraemer no dejó de mirar entre la marabunta de gente por si su corazón saltaba y veía a su adorado Hans. Estaba muy nervioso pero intentaba mantener la cabeza fría y no ilusionarse para no decepcionarse después. El y Manfred entraron al estadio de Berna y se acomodaron en sus asientos numerados. Estaba lleno de aficionados alemanes que muchos espectadores miraban con desconfianza. El partido fue muy entretenido pero Felix no dejaba de mirar como si fuera un águila imperial buscando una presa. Alemania venció por 3-2 a Hungría pero el resultado fue lo que menos importó a Felix. Ya deseaba regresar a Munich y olvidarse de aquel sueño. Manfred quería llevarlo en coche hasta la estación, cuando de pronto una niña rubia de unos 6 años, chocó con las piernas de Felix. Al principio se molestó de que sus padres no la vigilaran pero entonces se dio cuenta que se había perdido. Al mirar sus ojos azules, le resultaron tremendamente familiares. Algo de su cara le recordaba a alguien y…
No tuvo tiempo de preguntarle el nombre, pues al levantar la cabeza se encontró con una pareja con la cara desencajada por el miedo y la angustia. La mujer era morena, de ojos oscuros y él era rubio, de ojos azules y un característico lunar en la mejilla derecha. El corazón de Felix dio un brinco, sintió como si una bola de plomo se desplomara desde su pecho hasta su estómago. Era él, Hans Blumenthal, el amor de su vida. El joven judío parecía haberse quedado sin habla y sin respiración y sus ojos se llenaron de luz y brillo. Mientras la mujer abrazaba a su hija, ellos dos se saludaron con la mano y una corriente eléctrica sacudió sus brazos respectivos. Una bola de amor y bliss los inundó de inmediato y Felix sonrió de felicidad después de muchos años. Manfred los despertó de la ensoñación y Felix se disculpó y le dijo que se quedaba con su viejo amigo. Hans le dijo lo mismo a su mujer y ésta no desconfió como hacía cuando era una mujer la que se acercaba a su marido. Poco podía imaginar ella quien era el amor eterno de Hans.
Caminaron juntos en silencio, deseando quedarse solos después de tanto tiempo. Tuvieron que andar bastante para alejar aquella riada de personas, muchas enarbolando las banderas de Alemania y gritando vítores de alegría. Una hora más tarde encontraron un precioso bosque solitario lleno de abetos, robles, alcornoques, pájaros cantando, insectos revoloteando. Ambos de pie se miraron, se acariciaron mutuamente las mejillas y sus ojos se llenaron de lágrimas. Rotos por la emoción, estallaron en un llanto lleno de dolor y alegría, besándose con ansia, desesperación, mordiéndose los labios y sellando los respectivos cuellos, las orejas, las frentes…Se murmuraron los nombres, sin dejar de tocarse, con lágrimas recorriendo sus mejillas ahora llenas de color y calor. Les embargaba una felicidad celestial, un amor incondicional que ni el tiempo, ni la distancia, ni otras personas, habían podido borrar un ápice.
Cuando se abrazaron con fuerza, ambos notaron que estaban muy excitados, tanto que era incluso doloroso. No perdieron el tiempo, y se desnudaron completamente para amarse con pasión y deseo. Una alfombra de musgo les hizo de lecho y tan solo la flora y fauna fueron testigos de su amor sublime y su deseo intenso. Primero Hans penetró a Felix y viceversa y sus gemidos podían oírse en el eco de la montaña. El placer continuaba siendo cósmico, Felix se dio cuenta que no era cierto que hubiera perdido la líbido, simplemente solo Hans la activaba. Hans comprobó que a pesar de haber estado con varias mujeres y algún hombre antes de casarse, no había podido encontrar aquel éxtasis divino que solo conseguía con Felix. Ambos lograron un orgasmo simultáneo, una explosión de placer que los convulsionó y les hizo levitar de felicidad. Extasiados, agotados, satisfechos, se besaron dulcemente y se acariciaron los cuerpos empapados de sudor. Hans le dijo con respiración entrecortada: Siempre tuve la esperanza que volvería a verte, amor mío. Y Felix añadió: Yo también mein Liebling.
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