El agua caía a cántaros cuando entré en mi casa. Mi cara, mi cuerpo, mi
pelo quedaron empapados por aquellas furiosas gotas cristalinas. No pensaba en
Hans, solamente en secarme para no darle mala impresión pero de pronto mientras
cerraba la puerta con dos vueltas, oí su voz que sonaba cantarina, insinuante,
dulcemente cautivadora y sensual. Me giré y me sentí como un payaso con mi
pinta pero no tuve tiempo de reaccionar cuando él se acercó y me acarició los
hombros de mi chaqueta antes de besarme apasionadamente hasta dejarme sin
respiración. Estoy seguro que un vapor invisible se desprendió de mi cuerpo
debido a la humedad que transpiraba mi exterior y el calor corporal que
encendió mi piel con aquel beso tan inesperado como increíble. De repente Hans
me sonrió y ante mi asombro me dijo: ”Feliz cumpleaños”. Pestañeé y varias
gotitas de lluvia salpicaron mis mejillas y entonces me di cuenta que ni yo
mismo me había acordado que hoy
celebraba 43 años. Musité un gracias pero todavía estaba conmocionado. Hacía años
que no quería celebrar mi onomástica y nadie me felicitaba y menos me regalaba
algo tan simple pero tan hermoso como un beso sincero. Me excusé diciendo que
iba a cambiarme y en la intimidad de mi habitación, esgrimí una sonrisa que me
agitó el corazón. De repente se esfumó el malhumor que traía del cuartel por la
tensión, el fastidio por la lluvia incesante, el mojarme y protestar como un
niño para rebosar de una felicidad que me elevaba como nunca.
Ya con ropa de civil y solamente con el pelo húmedo, regresé al comedor donde Hans me esperaba. Me había preparado una cena especial con unas patatas hervidas pero condimentadas con una salsa de clara batida y pimienta con perejil y cebolla picados. Mientras disfrutábamos de un par de cervezas, me dijo que estaba extrañado que nadie me hubiera felicitado y que no le diera importancia a cumplir un año más, sobre todo ahora que estamos en guerra y sobrevivir día a día es todo un reto. Con mi ironía característica le comenté que en el cuartel solo se celebra el aniversario del Führer el 20 de abril. El resto no le importa a nadie. Al preguntarme sobre mi infancia, sentí un sutil dolor en el estómago. Rememoré que mi padre no se acordaba nunca y mi madre de vez en cuando. Solamente una vez una vecina muy buena me regaló un dulce hecho de bizcocho y chocolate. Yo tenía 7 años y fue el único buen recuerdo de mi infancia. Suspiré y después de comer las patatas y beber las cervezas, Hans me dijo que lamentaba no tener postres ni un pastel que regalarme con sus velas encendidas como hacemos los cristianos.
Sentados en el sofá nos cogimos de las manos mientras nos mirábamos embelesados. De pronto Hans se separó y se quitó la camisa azul y gris de manga larga que se había puesto hoy. No pude evitar mirarle aquel pecho rosado y lampiño y mientras mi cuerpo se calentaba, se quitó los pantalones y los zapatos. Me dijo que él era su regalo y que el amor se lo podía dar sin condiciones, aderezado con el sexo y el placer. Ya no pude más y me lancé sobre aquel judío que me volvía loco y lo besé salvajemente mientras mis manos se perdían dentro de sus calzoncillos y le arrancaba los primeros gemidos. De allí, enlazados como dos serpientes nos fuimos a la cama y nos amamos apasionadamente, disfrutando de un regalo que Dios, la naturaleza o quien sea nos ha otorgado a todos los humanos para los que no tenemos bienes materiales podamos disfrutar por igual. Nunca olvidaré este cumpleaños, estos 43 años que cumplí en medio del atroz combate de la guerra pero al lado de Hans, la persona que más he querido y querré en mi vida.
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