Es 28 de Abril de 1943 - Es la última noche que
estamos juntos, ambos desnudos en aquella cama con cabezal de hierros
retorcidos. Tenemos los rostros cubiertos de gotas de sudor pero también de
lágrimas que bajan rápidamente por nuestras mejillas, las de Hans arreboladas
por el calor y las mías ásperas y sin
afeitar. Yo no puedo ocultar la
tristeza, la decepción, la rabia interna. En cambio Hans parece resignado,
sonríe aunque con un halo de dolor disimulado.
Le acaricio el rubio cabello y por un instante me lo imagino con el pelo rapado como hacen con todos los judíos. Está muy delgado pero es fuerte. Nuestros dedos se entrecruzan a la vez que nuestras bocas se rozan y se besan con dulzura. Miro el reloj en la pared que marca las 00.20 y siento un nudo en el estómago, ganas de vomitar, de llorar. Hago una mueca de tristeza porque es una separación anunciada. Le digo que nos quedan solo 4 horas para irnos…Estaremos tres horas más mientras vamos en mi coche pero luego… Lo miro con dulzura y le digo que él no es un judío, que es el amor de mi vida. Nos abrazamos y besamos y noto que ambos estamos tensos pero el deseo nos funde cuando nuestros genitales se rozan de nuevo. Le acaricio la mejilla derecha donde tiene aquella característica peca marrón que le confiere todavía más atractivo a aquellos rasgos tan germánicos. El último orgasmo entre sus brazos, el último fluido derramado, el último beso intenso ya que en la estación no podremos ni besarnos para no levantar sospechas. Debemos aprovechar los últimos minutos de nuestro amor. Como oí decir a alguien, la raíz de mi corazón se ha secado y no volverá a brotar. Me duele todo…Conozco el dolor de un fogonazo en la piel, las ampollas en los pies a causa de las botas, incluso el agudo agujero en el estómago a causa del hambre, pero no conocía el dolor del alma. Nada puede llenarlo excepto el amor o una ilusión ficticia. Calmas el hambre comiendo, te curas las heridas con alcohol y pomadas, descansas cuando tienes sueño pero el vacío en tu interior es muy difícil de hacer desaparecer.
Estoy muy tenso mientras conduzco. Hans está sumido en sus pensamientos pero por el rictus de su rostro, percibo que está triste y sabe que la separación es inevitable. Atravesamos una carretera flanqueada por un bosque espléndido, árboles de copas color esmeralda, flores de todos los colores que crecen cerca del arcén. Hemos dejado un campo de trigo todavía verde y en medio crecen frágiles amapolas rojas que se tuercen con la brisa todavía fría. Hans necesita bajar para orinar. Debemos evacuar antes de llegar a la frontera para que los nervios no nos traicionen. Bajo con él y aprovecho también para estirar las piernas. Tengo los tobillos agarrotados a causa de la ansiedad y el estómago me arde. Se respira una calma tensa. El silencio es delicioso y solamente se oyen los pájaros que están ya cortejando y conquistando a las hembras con sus trinos y gorjeos. La brisa hace balancear a los árboles más débiles y el rumor del aire parecen silbidos. No dejo de mirar a todos los lados como si fuéramos dos cervatillos y supiéramos que los lobos pueden aparecer en cualquier momento y matarnos allí mismo. El follaje nos oculta y nos adentramos en el bosque para sentirnos más seguros. Hans se acerca y me abraza fuertemente. Sus manos están frías y tiene las mejillas sonrosadas por el frío aire. Le acaricio aquellos cabellos dorados y alborotados y él me insufla aire tibio con su boca pecadora. Es una tentación irresistible y nuestros labios se pegan y se saborean.
Durante unos segundos nos olvidamos del miedo, del futuro inmediato, de la separación. Solamente los pájaros son testimonios de nuestro amor sin restricciones. Nuestras manos con los dedos entrelazados palpitan y sudan por el repentino calor que nos aportamos mutuamente. Hans se aparta un segundo y me mira con deseo. Sus labios brillan húmedos y sus ojos titilan como estrellas. Noto enseguida sus traviesos dedos encima mis genitales, me bajan la cremallera y buscan aquella verga que está ligeramente erecta. Suelto un gemido cuando sus yemas acarician mi glande y lejos de acomodarme en el placer, hago lo mismo y él gruñe entrecerrando los ojos. Sacamos al aire los respectivos miembros y las juntamos para que se rocen, palpiten a la vez y crezcan entre nuestros dedos. Su mano derecha frota vigorosamente mi pene mientras la mía hace lo propio con su miembro circundado. Si tenemos que morir que sea ahora, a punto de alcanzar el éxtasis y con nuestras bocas pegadas. Primero soy yo quien descarga su simiente y luego es Hans que tiene el rostro desencajado por el placer. Poco a poco nos vamos recuperando y regresamos al coche después de limpiarnos ligeramente. Hans se reclina en el respaldo y suelta un suspiro de felicidad. Estamos muy cerca de la frontera e intuyo que nos encontraremos controles que nos borrará de un plumazo esa efímera dicha que nos ha relajado. He soportado mis emociones y he estado serio durante el largo viaje pero ahora que hemos llegado delante de la estación de Basilea, mi estómago se encoge. Me doy cuenta que hay nazis camuflados en la estación y alrededores, los conozco de vista y espero que ellos no me reconozcan a mí por la seguridad tanto de Hans como mía. Suiza es muy tranquila comparada con el polvorín de Alemania pero hay que ir con pies de plomo y no fiarse de nada ni nadie. Son las 7 de la mañana y hay trajín de gente con maletas. Hans lleva la suya. Está algo destartalada, curtida pero más vale así para no levantar sospechas.
Varios olores acuden a mi nariz cuando subimos las escaleras de la estación, mezcla de humo de tren, de tabaco, de desinfectante pero también de pan recién horneado. Veo un lugar donde venden bretzels y compro un par y se los doy a Hans por si quiere comer durante el viaje hasta Zurich. Pronto saldrá su tren y me tiemblan las piernas, siento una horrible opresión en el pecho. Localizamos el andén donde debe coger el tren y bajamos las escaleras. Alzo la vista y veo un reloj con resplandecientes y destellantes agujas doradas. Nos quedan pocos minutos...Miro a mi alrededor y veo a mujeres despidiéndose de sus hijos, de sus familiares, se abrazan, se besan, lloran sin remordimientos, se tocan, se palmean la espalda. ¡Cómo los envidio, maldita sea! Nos vamos a separar bruscamente y seguramente no nos veamos nunca más. Tengo el alma desgarrada y tengo que apretar fuertemente los labios para no estallar en un violento llanto y caer de rodillas sobre el áspero suelo gris. Nos despedimos con un fuerte abrazo y quisiera besarle el cuello, morderle el lóbulo de su tierna oreja. Ojalá nuestras lenguas pudieran enlazarse una última vez, pero debemos reprimirnos. Nos miramos unos segundos fijamente y el tren da un pitido para avisar que en breve partirá. Los ojos azules de Hans están húmedos y está haciendo un esfuerzo enorme para que las lágrimas no salten y resbalen por sus pómulos sonrosados. Me siento como si me estuvieran clavando un puñal en el corazón y lo hicieran girar en círculos para abrir más la herida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario